Danza silenciosa
Aquellos dos, el hombre y la mujer, habitaban en una danza. La coreografía era sencilla y sin descripción, pero también cuidadosamente elaborada. La han escrito juntos: mi pista, ahora la tuya, y aquí giramos. Tú a mi izquierda, ¡cuidado con mi pie! No seas tan torpe. Así se había hecho, perfecto, y el ritmo pronto se había vuelto un hábito. Desde que se conocieron no habían hecho buena pareja y no se habrían puesto de acuerdo en la canción. Se movían como uno solo, dos fuentes de una única expresión de la existencia que resultaba confortable.
El vapor se elevaba en el aire, los pasos golpeaban suavemente hacia el chisporroteo. La dama levantó la vista de su labor y echó un vistazo a la puerta: la escena era un cuadro enmarcado sobre una repisa. Asintió al entrar; la boca de ella se tensó en forma de bienvenida.
«Buenos días»
La mujer siguió los pasos de baile habituales mientras su compañero entraba en la cocina. Pero algo era diferente esta mañana. Él no respondía con fluidez a los giros y vueltas coreografiados. Sus pies tropezaban, sus manos no encontraban su cintura.
Ella frunció el ceño, confundida. ¿Qué perturbaba su danza armoniosa? Él parecía distraído, ausente. Sus ojos miraban a través de ella hacia horizontes que ella no podía ver.
La mujer sintió un escalofrío. Temía que su compañero hubiera escuchado una melodía nueva, visto otros mundos más allá de este baile rutinario. Quizás anhelaba explorar otros movimientos, improvisar otros pasos.
Ella aferró sus manos con fuerza, tratando de guiarlo de vuelta al compás conocido. Pero él se zafó suavemente y caminó hacia la ventana. Allí, en silencio, contempló el nuevo día. Ella supo entonces que ya nada sería igual. La danza que los había unido se desvanecía como el humo de la mañana.
La mujer siguió cortando vegetales mientras el hombre colgaba su chaqueta y se acercaba. Sus movimientos conjugados eran como una danza matutina, una rutina bien coreografiada tras años de convivencia.
Él tomó una taza y se sirvió café de la tetera humeante. Luego se sentó frente a ella, observándola en silencio. La mujer sintió su mirada, como tantas otras mañanas. No hacían falta palabras entre ellos.
Sus vidas se habían entrelazado como enredaderas, creciendo juntas, adaptándose la una a la otra. A veces necesitaban podar ciertas asperezas, pero se complementaban y daban sostén mutuo.
Ella terminó de picar las verduras y las echó en la sartén. Luego se volteó y le sonrió levemente. Él le devolvió la sonrisa y le acarició la mano. Ella suspiró. Otro día empezaba, otra página en la danza de su amor.
La mujer siguió los pasos de baile mientras el humo se elevaba suavemente. Su compañero entró y la saludó con un gesto tenso.
«Buenos días» respondió ella, sin dejar de moverse.
La cuidadosa coreografía continuó, giros y vueltas en perfecta sincronía. Aunque anodina para algunos, para ellos era una danza sagrada, un ritual matutino que reafirmaba su vínculo.
De pronto, un traspié, un tropezón involuntario. El flujo se interrumpió, miradas de desconcierto cruzaron el espacio. Sin una palabra, reanudaron la danza, pero la armonía se había fracturado.
Al terminar, el silencio pesaba entre ellos. La mujer suspiró, apagó el fuego y se marchó. Él se quedó contemplando la puerta por donde ella había desaparecido.
La coreografía tan cuidadosamente trazada ya no los sostenía. Tendrían que improvisar nuevos pasos, reinventar una danza donde cupieran los traspiés y tropezones. O dejar que sus caminos se bifurcaran en soledad.
El poeta en busca de palabras
Natuka Navarro©