
«La Tejedora De Oro»
En un rincón olvidado de un pueblo donde las calles de tierra se perdían entre colinas verdes y el viento susurraba cuentos antiguos, vivía ella, una mujer de manos inquietas y corazón sin fin. Todos en el pueblo hablaban de ella con una mezcla de asombro y compasión: «Esa señora va a ser millonaria», decían, «trabaja más que nadie». Pero en el mismo susurro, añadían con una mueca triste: «Será la más rica del cementerio».
Ella no era como los demás. Desde pequeña, sus dedos parecían danzar con los hilos, tejiendo sueños en cada puntada. Sus padres habían sido los mejores tejedores del pueblo. Sus tapices, llenos de colores que cantaban y patrones que narraban historias de dioses, ríos y constelaciones, eran lo más maravilloso del mundo. Eran obras que hacían suspirar a quien las viera. Pero el tiempo y la enfermedad habían robado la fuerza de sus manos, y ella, con un amor que no conocía fronteras, se convirtió en su sostén.
Cada amanecer, ella se levantaba antes que el sol. En su taller, una habitación de adobe con un telar que gemía como un viejo compañero, trabajaba sin parar. Sus manos volaban, tejiendo mantas, alfombras y tapices que llevaban la magia de sus padres. Por las tardes, ella cuidaba de sus padres, dándoles de comer, contándoles historias, asegurándose de que nunca les faltara calor ni una sonrisa. «Algún día», les prometía ella, «tendremos lo suficiente para descansar todos». Pero ese día parecía escaparse como arena entre los dedos con cada factura médica y cada invierno más cruel.
El pueblo, aunque pequeño, tenía su propio pulso. Los vecinos admiraban los tapices de ella, pero pocos podían pagar su verdadero valor. Los comerciantes, con ojos astutos y bolsillos mezquinos, ofrecían monedas de cobre por trabajos que merecían oro. «¡Esto es arte!», exclamaba ella, con el orgullo herido, pero terminaba cediendo, porque el dinero era necesario para las medicinas de sus padres. Los rumores corrían como el río: «Ella trabaja tanto que será rica», decían. Pero otros, con un tono burlón, murmuraban: «Rica, sí, pero en el cementerio. Nunca vive para sí misma».
Una noche, mientras el pueblo dormía bajo un cielo cuajado de estrellas, ella terminó un tapiz que había tejido durante meses. Era su obra maestra, más hermosa aún que las de sus padres. En él, ella había bordado la historia de su familia: los ríos donde su madre lavaba la lana, las montañas donde su padre buscaba inspiración, y el amor que los unía a los tres. Cada hilo parecía vibrar con vida, como si el tapiz tuviera alma. Ella lo miró con lágrimas en los ojos y susurró: «Este es para ustedes».
Al día siguiente, un comerciante forastero llegó al pueblo. Sus ojos se iluminaron al ver el tapiz. «¡Es una maravilla!», exclamó. «Te daré una fortuna por él». Ella dudó por primera vez. No quería venderlo; ese tapiz era su corazón tejido en hilos. Pero el hombre insistió, ofreciendo una suma que podría pagar las deudas, las medicinas y un futuro tranquilo para sus padres. Con el corazón roto, ella aceptó.
El comerciante se marchó con el tapiz, y ella usó el dinero para cuidar de sus padres. Por un tiempo, las cosas mejoraron. Sus padres recuperaron algo de fuerza, y volvieron a cantar como en sus mejores días. Pero ella, aunque sonreía, sentía un vacío. El tapiz, su obra maestra, se había ido, y con él, una parte de su alma.
Los años pasaron, y la salud de sus padres se desvaneció como el humo. Ella los cuidó hasta el final, tejiendo mantas para mantenerlos abrigados y contándoles historias de su infancia. Cuando ambos partieron, el pueblo entero acudió al cementerio para despedirlos. Ella, de pie junto a sus tumbas, no lloró. En cambio, colocó sobre ellas una manta tejida con los colores del amanecer, un último regalo de sus manos incansables.
Los rumores no se detuvieron. «Ella será la más rica del cementerio», decían, porque nunca se casó, nunca tuvo hijos, nunca dejó de trabajar. Pero lo que el pueblo no sabía era que ella no tejía por dinero, sino por amor. Cada hilo, cada puntada, era un acto de devoción a sus padres, a su legado, a la vida que habían compartido.
Un día, muchos años después, un viajero llegó al pueblo con una historia extraordinaria. Contó que, en una gran ciudad, había visto un tapiz expuesto en un museo, considerado una de las maravillas del mundo. Era el tapiz de ella, el que había vendido al comerciante. La placa junto a él decía: «Obra de una tejedora desconocida, cuya alma vive en cada hilo». El viajero no sabía quién era ella, pero el pueblo sí. Y por primera vez, entendieron que su riqueza no estaba en el oro, sino en lo que sus manos y su corazón habían dejado en el mundo.
Ella vivió hasta una edad avanzada, tejiendo hasta el último día. Cuando partió, el pueblo la despidió en el mismo cementerio donde descansaban sus padres. Sobre su tumba, dejaron una manta tejida por sus propias manos, con colores que parecían susurrar su historia. Y aunque nunca tuvo oro, ella fue, sin duda, la más rica de todos.
© Natuka Navarro – Luna Poetiza. Obra registrada en SafeCreative (Código: 2510233462448).