Capítulo 1 – «La Que No Tenía Hermanos»


Capítulo 1 – «La Que No Tenía Hermanos»

Siempre quise tener hermanos.
Uno, dos, los que fueran. Tener a alguien que me empujara en el columpio o me robara mi lápiz favorito habría sido suficiente para mí.
Pero no, yo era hija única. No de los que lo tenían todo, sino de los que lo tenían todo… cerca. Muy cerca.
Mi madre me peinaba hasta que no quedaba un pelo, y mi padre me arropaba, incluso en agosto. Y yo —allí, entre los dos— me sentía protegida, sí, pero también como una planta en una maceta pequeña: viva, pero sin espacio para estirarme.

En el colegio, los chicos eran crueles sin saberlo. Me llamaban «estropajo de Ajax» y se reían de que parecía que hubiera tomado el sol a través de un colador.
No entendía por qué me dolía tanto.
Quizá porque sin hermanos, los golpes no se compartían. Me los guardaba todos para mí.

Pero a los ocho años llegó ella.
Mi amiga. Mi casi hermana.
Nos encontramos como almas que llevaban mucho tiempo esperándose.
Lo hacíamos todo juntas: recogíamos hojas, inventábamos idiomas, soñábamos vidas futuras.
Y así crecimos, como dos raíces entrelazadas.

Hasta que cumplimos dieciocho años.
Y un día, sin previo aviso, todo se rompió.

En el colegio, los días eran largos y suaves, como páginas que se pasaban con cuidado.
Yo era feliz.
De verdad.
Feliz con cosas que para otros eran aburridas o raras: los rezos a la Virgen, cantar en grupo como si el alma se hiciera voz, y sobre todo… leer.
Leer era mi tesoro. Mi manera de estar sin tener que estar con nadie.

Salía al patio y no me juntaba con los demás. Me sentaba en el suelo, con el uniforme estirado para que no se manchara, y abría un libro.
A veces, no había libro.
Entonces me lo inventaba.
Me imaginaba luces de colores, como estrellas que bailaban entre los árboles del patio.
Todo era posible en mi cabeza.
No me gustaban mucho los juegos de mis compañeros: gritaban, se empujaban, decían cosas feas.
Yo prefería mirar desde lejos.
Y cuando veía que hacían algo bonito —una coreografía improvisada, un corro, una risa verdadera— me acercaba despacito y me unía por un rato.
Solo por un rato.

Al salir del colegio, nunca me iba con las otras niñas.
No por tristeza, sino porque mi mundo tenía otro ritmo.
Jugaba sola en el parque.
Los columpios eran mis aliados, los letreros de la ciudad me hablaban como cuentos escritos solo para mí.
Cada esquina tenía un secreto, cada cartel una historia.

Luego, volvía a casa.
Subía la calle con calma, como quien regresa de un viaje.
Llamaba al timbre y mamá abría la puerta con su sonrisa suave, esa que no hacía ruido pero lo decía todo.
Un besito. Siempre un besito.
Después, el reloj avanzaba hasta las siete y media.

A esa hora… llegaba papá.
Yo lo esperaba sentada, con las piernas cruzadas o hecha un ovillo en el sofá.
Él se quitaba los zapatos, suspiraba fuerte —como si el mundo pesara menos al entrar en casa— y se sentaba conmigo.
Y entonces hablaba.
Yo no hablaba mucho.
Solo lo miraba mientras él contaba su día.
Me gustaba el sonido de su voz.
Era como una canción sin música, pero que igual se te queda pegada por dentro.

Así eran mis días.
Sin hermanos, sin pandilla, sin ruidos.
Pero con una felicidad que no entendía nadie.
Tampoco hacía falta.

A veces me preguntaba cómo sería tener un hermano.
Alguien que llegara y me despeinara sin permiso.
Alguien que se peleara por el último yogur del frigorífico o que me contara cosas que los adultos no decían.
Pero no lo tenía.
Y entonces me inventaba uno.
Un hermano mayor que sabía de todo y me enseñaba palabras raras. O uno más pequeño, al que yo cuidaba y tapaba por las noches para que no se resfriara.
Yo lo veía: lo veía de verdad.
Jugaba a que existía.
Le dejaba sitio en la mesa, le hablaba bajito cuando nadie miraba.
Y aunque sabía que no estaba… tampoco estaba del todo ausente.

Había cosas que me daban miedo, pero no se las decía a nadie.
No miedo de monstruos, no.
Miedo a que algo se rompiera.
A que mamá ya no me abriera la puerta.
A que papá no volviera a las siete y media.
Por eso me portaba bien.
No para ser perfecta, sino para que nada cambiara.
Porque en mi mundo todo estaba en equilibrio, y yo era parte de ese equilibrio silencioso.
Si hablaba demasiado, algo podía desordenarse.

Me gustaba el olor del armario de mamá.
El ruido del cuchillo cuando cortaba manzanas.
La manera en que papá se rascaba la cabeza cuando no entendía algo en la televisión.
Esos detalles pequeños eran mi universo.

Algunas noches me quedaba despierta mirando el techo, y pensaba en cosas que nadie me había enseñado.
Me preguntaba si el cielo tenía fin.
Si los gatos sabían que los queríamos.
Si la tristeza tenía nombre.
Y si yo lo sabría algún día.

Pero por la mañana, todo volvía a ser como siempre.
Mamá con su desayuno tibio.
Papá con su olor a calle y papel.
Y yo, con mis pensamientos callados, mis libros invisibles y ese mundo que solo habitaba yo.

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